Juguetes de plomo

Los hechos de esta historia me fueron narrados personalmente por mi hermano mayor, Carlos, a quien cambié el nombre por Ramiro.

Por Rober Mur

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Ramiro se había encontrado con Nadia de casualidad en Cinema, un boliche del centro de Quilmes que cerraría tres años después. Desde hacía un tiempo, ambos se tenían ganas, y el encuentro fue ideal para volver al barrio a pasar la noche juntos. Ramiro y Nadia se fueron de la disco y empezaron a caminar en dirección a Berazategui cuando un tipo de unos treinta años con buzo canguro gris se les acercó y les mostró un calibre treintaiocho empuñado bajo la ropa. Ramiro y Nadia desviaron el rumbo encañonados por el flaco, hacia la villa quilmeña Los Álamos.
Ramiro intentaba calmar al punga que venía escapando de una mala jugada y buscaba la manera más rápida de “rescatar la noche”. Nadia sollozaba sin emitir ruido, aferrada a los brazos de Ramiro. El treintaiocho relucía en la noche quilmeña como una estrella a punto de explotar, como un gato negro en los techos de chapa del infierno.
Caminaron unas veinte cuadras hasta llegar a Ezpeleta, entre las calles angostas que conducen a Avenida La Plata, donde el asflato y el barro se mezclan a cada cuadra, los perros merodean entre las bolsas de basura y van desparramando por las veredas restos de comida y pañales con mierda de bebé.
Durante el trayecto, Nadia se quitó los zapatos de taco alto que usaba para poder caminar con mayor facilidad entre los yuyos y la tierra. El ladrón no mostraba signos de tener un plan concreto y continuó la marcha de manera errática, por momentos recorriendo las mismas calles varias veces. Ramiro insistía, en vano, para que los dejara ir. Pero el flaco de la pistola le repetía una y otra vez: “callate la boca, polaco”. El matón empuñaba con fuerza el treintaiocho, alternando entre la espalda de Nadia y la nuca de Ramiro.

Cuando yo tenía ocho años, mi hermano Carlos solía contarme sobre lo fácil que era tener un arma en la mano. Me relataba sobre los compañeros del polimodal -ese invento decadente de la escolarización menemista- que iban enchumbados a la escuela, cargando los fierros en la mochila de Viejas Locas o 2 Minutos como si fuesen cartucheras llenas de pólvora.
Cada dos por tres, algún perejil quería fajar a Carlos por un drama de polleras o tan solo para tener de punto a algún rubiecito medio pelo como mi hermano. Con el pecho inflado, Carlos sabía que en los salones del Tristán Achával o en las veredas de Berazategui era intocable gracias al amparo de los amigos y sus juguetes de plomo. “Si ese salame te quiere pegar, quedate tranquilo que yo tengo ésta”, le decían los pibes a mi hermano mientras limpiaban los fierros con servilletas de papel viejas.
Durante la agonía de los noventa, en los arrabales berazateguenses de Villa Mitre o “el Mosconi”, era más fácil pegar un revólver desvencijado que obtener el título secundario.

Ramiro y Nadia continuaban su paso en la noche encañonados por el punga. Por la calle pasaban algunos autos con música alta de Damas Gratis, que por entonces apenas era “el grupito ese que canta la canción de la tanga” y Pablo Lescano, hoy celebrado por toda la crema farandulera, era un muerto de hambre con un teclado al hombro. Los coches bordeaban los cuerpos de los tres caminantes y se perdían entre las calles en dirección al centro de Quilmes o a algún telo de la Avenida Calchaquí. Si algún auto se hubiera detenido a preguntar una dirección o a comprar puchos en un kiosco, quizás Ramiro y Nadia hubieran podido gritar por ayuda. Quizás hubiera sido otra la historia. Quizás el Conurbano hubiera sido otro. Pero tuvo que ser así.
Pasaron por una estación de servicio, dos remiserías, y dos parrillas al paso, de esas que estaban improvisadas en casillas y que podían permanecer toda la noche abiertas vendiéndole choripanes a dos pesos a las travestis. El punga balbuceaba direcciones de calles, intentaba recordar nombres, puteaba y volvía a callarse. Cada tres cuadras repetía la escena. Ramiro y Nadia caminaban en un silencio nocturno sólo interrumpido por el ruido de los primeros trenes de la madrugada, proveniente desde algunas cuadras de distancia.
—Caminen derechito y no se hagan los vivos. En un rato me encuentro con un compañero acá a un par de cuadras y hacemos la secuencia.- Frenaron el paso en un terreno baldío y esperaron quince minutos al supuesto contacto, sin éxito. Repitieron la situación en vano en una canchita de fútbol y un rancho abandonado. El supuesto ayudante nunca se presentó.
Luego de llegar al corazón Ezpeleta a metros de la Avenida Valentín Vergara, en algún punto entre Los Álamos y Florencio Varela, la caminata se detuvo.
—Sacate todo, polaco.
A punta de revolver, Ramiro se sacó el pantalón, la campera y la camisa que tenía puesta, que luego el ladrón revoleó hacia la calle y los canastos de basura. Al instante, le vendó los ojos a Ramiro con una bufanda de Nadia. Ramiro se quedó parado en el frío como un condenado esperando la ejecución. Pero los planes, en realidad, eran para Nadia.
—Vos, flaca, vení para acá.
Nadia miró al ladrón y, con cautela, intentó disuadir al tipo para que los dejase ir de una vez.
—Dale, no te hagas la boluda; dale, porque lo mato al polaquito.

Al caminar por el barrio, era normal escuchar de refilón los rumores sobre lo jodido que se estaba tornando andar de noche solo, a pie o en bicicleta. Los viejos malucos que se habían convertido en semi-héroes en nuestra infancia, habían devenido en pibes que, en sus trece o catorce años, ya habían largado el colegio y se habían decidido a curtir la pesada, gracias al amparo de un nuevo y extraño fantasma que, en la jerga de los hampones, tenía nombre propio: paco.
Cuando viajábamos en tren, mi hermano Carlos me mostraba con disimulo cómo la pasta base se escurría entre esos guachines con cara de anciano que paraban en los furgones del Roca, o bajo las escalinatas de los andenes. Se metía en los cuerpos de los pibes y, con mucha atención, podías ver cómo ese veneno de alacrán urbano los transformaba de niños en pequeñas hienas carroñeras. Todo pasaba bajo el sol gordo de principios del 2001, cuando no había ni presidente, ni políticos, ni leyes. Creo que, recordando con delicadeza, todo ese año entero no fue más que un domingo de verano caluroso, tirado en las escalinatas de la estación de tren, esperando a que pase algo.

El punga desapareció entre la sombra de los árboles. Mientras Nadia lloraba desconsolada, Ramiro corrió a ponerse la ropa a duras penas. Abrazó a Nadia y con la campera comenzó a limpiar los restos de semen que le corrían por la cara. Los pies de la chica estaban llenos de rasguños y mugre de caminar sin zapatos por cuadras interminables de tierra y basura. Los perros miraban desde lejos. En la noche quilmeña sólo había silencio. Silencio y, únicamente interrumpido por el murmurar lejano del paso del tren.

—No, en serio, no quiero.
—Si acá no está tu hermano, gil.
La escena siempre era la misma. Diego era mi mejor amigo de la escuela. El tío era un malevo veterano del “La Primavera”, el barrio contiguo al mío, el cual representaba el principio del fin de las zonas de clase media y empezaban las calles de tierra y los aguantaderos de paraguayos y linyeras. El tío de Diego le había regalado un calibre veintidós con el gatillo falseado. Apenas servía para usar de martillo o, en este caso, como juguete para los pendejos.
Diego apuntaba contra las paredes de ladrillo hueco de la medianera, a los perros callejeros y a las nubes grises de zona sur. Con la boca imitaba el ruido de un balazo y jugaba a matar polis. Diego vivía a tres cuadras de mi casa, pero la calle 138 separaba nuestros barrios, nuestras realidades y nuestras vidas. Mientras mis vecinos hacían fila detrás de las promesas primermundistas del menemismo, Diego enterraba su infancia en calles de tierra entre yuyos y basura.
—Dale, cagón, no pasa nada.
Fue la primera y última vez que tuve un arma en la mano. Esa pesadez fría y rotunda, como un gato muerto o un ladrillo viejo, no dejo de recordarla cada vez que pienso en los veranos malditos de mi infancia. Cada vez que pienso en Ramiro y Nadia saliendo de Cinema para volver al barrio.
Diego era gritón y agresivo; cargaba ese porte de adulto en miniatura que había aprendido a golpazos en la calle. Pero en el fondo de su mirada aún brillaba el recuerdo de un pibe que alguna vez había sido igual a mí. Durante años, Diego nunca dejó de escaparse de la casa para ir a buscarme a mi puerta para salir a jugar. Pasó mucho tiempo hasta que, finalmente, me preguntara a mí mismo “qué será de la vida de Diego”. Hasta el día de hoy lo pienso.